Tuve un perro que vivió hasta los 17 años. Cuando murió, me prometí que no tendría más mascotas porque no quería volver a enfrentarme a un dolor de esta índole.

Han pasado diez años desde que Mateo –así se llamaba– nos dejó y, hasta hace un mes, yo había cumplido mi promesa a cabalidad. Pero como uno no puede controlar todos los eventos de la vida –y porque en últimas, de tanto creer que uno sabe lo que es mejor y peor, termina no sabiendo nada–, un nuevo perro llegó a nuestras vidas; sí, así, por cosas del destino –que sí existe–.

Y entonces yo, que era quien más se había resistido a la idea, terminé idiotizada, dominada, doblegada por ese poder que solo tienen los animales; ese poder que no es otra cosa que el amor puro y genuino que pocas veces encontramos en otro lado. Terminé rendida a los pies de un cachorro que en pocos minutos me recordó la humildad, el agradecimiento y el juego. Con su mirada lánguida y sus orejas puntudas me habló y yo le entendí todo; ese día nos enamoramos y pactamos el comienzo de una relación que no estaba entre mis planes pero a la que no pude negarme.

Y en nuestra casa todo cambió. Debimos comenzar por conocernos, por entender los códigos mutuos, las necesidades, las reglas. El tiempo ya no era solo nuestro. Ahora había un nuevo miembro al que debíamos proporcionarle alimento, vacunas, esparcimiento... ese era el pacto, ese fue el compromiso.

En nuestra nueva vida, las prioridades cambiaron. Llegó para enseñarnos paciencia –porque hay que tenerla–, pero al mismo tiempo para castigar mis pensamientos mezquinos sobre el dolor al revivir los recuerdos perdidos del amor incondicional. Llegó con sus garras pesadas –premoniciones de lo que será su tamaño– y colmillos filudos de leche para abofetear mi egoísmo y mi arrogancia; para ponerme esta tarde, mientras me acompaña de manera fiel –así es la vida– a escribir sobre la alegría que nos ha traído este ‘canchoso’ y las lecciones que a diario aprendemos de él. Con su batido de cola y sus travesuras –que son hartas y las que nos esperan–, empecé a sentir que entre más tiempo pasaba con él, más feliz era. Su amor me ha curado. Me siento más vulnerable, más atenta, más presente. Me he quitado el miedo de querer tanto. Un perro es una bendición, lo digo yo, que había renunciado irrevocablemente a esa religión –porque lo es–, pero es que cada vez que juntamos nuestros hocicos y bigotes yo exploto de felicidad por dentro.